La sangre judía de Santa Teresa

Entre 1945 y 1950 los devotos de Santa Teresa sufrieron un tremendo sobresalto. Parecía un fuego cruzado. Desde tierras americanas una obra de don Américo Castro traía enfundada en bellos razonamientos la intuición de que un análisis pro- fundo del estilo literario y vital de Teresa de Jesús denuncia íntimas conexiones con los «Cristianos nuevos» convertidos del judaísmo al catolicismo. Entretanto, el paciente investigador don Narciso Alonso Cortés halló en los archivos de la Real Chancillería de Valladolid un puñado de viejos legajos donde consta blanco sobre negro la ascendencia hebrea del padre de Santa Teresa: los documentos de don Narciso confirman la hipótesis del genial poeta de la Historia que fue don Américo.

La noticia dejó atónito al personal y ni el mismo Alonso Cortés acababa de creérsela: ¡Santa Teresa de Jesús fue de sangre judía!

Un pormenor indica la categoría del susto. Por aquellos años remataba el cannelita padre Efrén de la Madre de Dios la primera edición de su «Tiempo y vida de Santa Teresa»: Estudio biográfico de alta calidad que de hecho coloca al in- signe fraile en el puesto de honor de los «teresianistas» actua- les, como heredero del inolvidable padre Silverio. Al padre Efrén le aterró «el efecto moral» de la noticia entre sus lec- tores y procuró suavizarla: Intenta explicar que el abuelo de

• Este articulo constituye el capítulo segundo de la biografía de Santa Teresa que por encargo de la Junta Nacional del Centenario he elaborado y aparecerá, D. m., en fecha próxima. Renuncio a incorporar a este artículo el aparato crítico, que podrá en- contrar cl lector al final de la citada biografía.

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Santa Teresa trataba demasiado a los judíos hasta dejarse «convertir>> por ellos y apostatar de la religión cristiana. Don Américo se enfadó muchísimo con aquella «hipótesis absurda»: «Como si fuera posible y verosímil que cuando multitud de judíos se convertían al cristianismo por miedo a las torturas y a las matanzas, un toledano de nombre Sánchez hubiese te- nido a fines del siglo XV la discreta ocurrencia de hacerse circuncidar». En la edición posterior de su trabajo, el padre Efrén admite sin disimulos que el abuelo de la Santa fue «judío converso».

La cosa todavía sube de tensión: El abuelo de Teresa, ade- más de judío convertido al cristianismo, renegó, judaizó, es decir, cometió el «definitivo pecado» entonces merecedor de la hoguera.

Si don Juan Sánchez de Toledo, abuelo paterno de Teresa de Jesús, llega a descuidarse y cae a destiempo en manos del alto Tribunal de la Inquisición, lo queman vivo y nos queda- mos sin Santa. Realmente la Historia zarandea como paja al viento la existencia humana.

Este elemento biológico de su sangre judía afecta profun- damente la biografía de Teresa de Jesús y late como secreta rr.otivación de actitudes suyas: Le incorpora al formidable remolino donde se amasan los caracteres propios de «eso que llamamos España», según certera expresión de don Pedro Laín.

Somos los iberos un amasijo insigne que Américo Castro ve integrado por «tres castas» de creyentes: cristianos, moros y judíos. Del entrecruce de esas tres castas resultaron los es- pañoles. Don Américo desarrolló ardorosamente esta visión tan sugestiva de la «realidad histórica de España», y provocó una famosa réplica de don Claudia Sánchez Albornoz, nuestro más respetado medievalista, quien reprocha a don Américo su ol- vido del «elemento indígena» previo a moros y judíos en «la contextura vital hispánica»: Cuando el año 711 los berberiscos de Tariq pusieron pie en Gibraltar, «la estructura funcional de los peninsulares estaba ya firmemente acuñada». La descomu- nal batalla entre Castro y Albornoz ha sido acompañada con

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investigaciones históricas muy sabrosas. Por lo que se refiere a los judíos, conversos o no, en el paso del Medievo al Rena-cimiento español, nuestro conocimiento de la época está enri- quecido con los trabajos de Caro Baroja, Domínguez Ortiz,Fernández Alvarez y tantos otros.

La convivencia de los judíos en el seno de la sociedad his- pana planteó desde siglos atrás los problemas típicos de recelo que una minoría compacta suscita en la mayoría popular. Nuestro conocido cronista el cura de Los Palacios Andrés Ber- náldez llamó a los judíos «gente muy sotil» y los acusaba de vivir a costa de «logros y osuras»: La «Usura» fue un reproche común, nacido quizá de ver a los judíos acaparando riquezas mediante el ejercicio de oficios malquistos, sobre todo la recau- dación de contribuciones y los préstamos. Este olor de las riquezas acumuladas por los judíos estimuló muchas de las persecuciones movidas contra ellos bajo capa de religión, pues atacarles proporcionaba oportunidad de echar mano a sus dineros.

Las matanzas por una parte, y por otra la presión social que limitaba el acceso de judíos a determinados empleos, mul- tiplicaron el número de «conversiones» a la fe cristiana; en muchos casos evidentemente falsas, en otros casos, sinceras. Surgió a lo largo del siglo XV una situación curiosa: Los cris- tianos hacían molesta, a veces intolerable, la vida a los judíos, de manera que los impulsaban a convertirse; pero la conver- sión resultaba sospechosa, y de hecho se les miraba «como una quinta columna dentro del Estado cristiano». Vicéns Vives calculó el número de conversos durante la primera etapa del siglo XV en unos cien mil, influyentes por sus relaciones fi- nancieras y su prestigio intelectual: «Muy pronto se les acusó de here.ies, se les llamó judaizantes y marranos». El número aumentaba con el avance del siglo, sobre todo cuando los Reyes Católicos pusieron España en pie de «guerra Santa» para con- quistar Granada: La nación avanzaba hacia la meta de su uni- dad política y religiosa. En cada reunión de Cortes, caballeros y eclesiásticos de alto rango solicitaban a los Reyes medidas de dura discriminación contra los judíos: Que llevasen «seña- les coloradas» y las hembras «Una luneta azul» en el hombro

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derecho ; que viviesen en barrios aislados ; que se vigilasen sus prácticas religiosas.

Y sobre todo temían los cristianos el contacto de los judíos conversos con los judíos fieles a su religión. Los documentoshistóricos demuestran que «muchos cristianos nuevos» prove- nientes del judaismo continuaban practicando en secreto ritos judaicos, es decir, «judaizaban». No puede causar asombro, ya que la ley talmúdica considera nulas las conversiones al ca- tolicismo obtenidas por la violencia y ampara a los «forzados» (anuzim).

Así resultó que mientras España ganaba a los musulmanes el último territorio del reino nazarí, estaba en tensión interna por la presencia de la minoría hebrea, con dos matices inquie- tantes: judíos propiamente tales, y «conversos» o cristianos nuevos. La suspicacia social amargó la vida de familias since- ramente convertidas, de las cuales brotaron más tarde persona- jes de alta calidad política y literaria: Fray Hernando de Tala- vera, confesor de la Reina Católica, y luego primer arzobispo de Granada ; Luis Vives, Juan de Avila, Juan de Dios, Luis de León, Mateo Alemán, Diego Laínez… y Teresa de Jesús. Todos ellos, expertos en «letras santas», podrían haber repetido las famosas exclamaciones de Alonso de Cartagena, judío de ori- gen y obispo de Burgos:

<eNo pienses correrme por llamar los hebreos mis padres; sonlo, por cierto, y quiéralo; ca, si antigüedad es nobleza, ¿quién tan lejos?»

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«Cuando Castilla inicia su vuelo -dice Fernández Alva-

rez- , los Reyes Católicos están gobernando sobre un pueblo heterogéneo de cristianos, moros y judíos. A partir de enton- ces los judíos, los conversos y los moriscos constituirán una pólvora harto inflamable para no tenerla en observación cons- tante.»

Los Reyes obtienen el año 1478 del Papa Sixto IV la famosa bula otorgándoles el Tribunal de la Inquisición. La primera sede del Tribunal se instaló en el convento de San Pablo, de Sevilla. La Inquisición estaba ordenada a conservar la pureza

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de la fe; por tanto, su competencia no alcanzaba a judíos y musulmanes, sino a los «conversos», que podían ser denuncia- dos como sospechosos de apostasía, es decir, de retorno a su religión judaica y escarnio de la cristiana. Los inquisidores comenzaron su trabajo en tierras andaluzas con tal denuedo que parientes de las víctimas y eclesiásticos de espíritu evan- gélico elevaron quejas al Papa, quien amenazó con abolir el Tribunal. Isabel y Fernando emplearon a fondo su talento di- plomático para evitar que Roma se reservara el nombramiento de los jueces; y consiguieron la facultad de recomendar al Papa sus candidatos. Así, por deseo de Isabel, el 2 de agosto de 1483 fue nombrado Inquisidor General de la Corona de Cas- tilla el prior del convento de dominicos de Segovia, fray To- más de Torquemada.

Torquemada amplió las sedes del Tribunal, designó inqui- sidores subalternos y promulgó las «Instrucciones del Santo Oficio» que desdichadamente admitían denuncias anónimas y exigían a los fieles delatar cualquier sospechoso.

En su avance hacia las ciudades del norte, el Tribunal llegó a Toledo. Y sembró de pánico las casas de docenas de <<con- versos»; concretamente una que mucho nos importa: la del abuelo de Santa Teresa.

El jefe de aquella casa era mercader y se llamaba don Juan Sánchez de Toledo.

Don Juan y su gente «vivían espléndidamente». Gracias a las investigaciones de Gómez-Menor conocemos preciosos de- talles de la existencia de los conversos en Toledo, y sabemos que la palabra «mercader» no significa simplemente «tendero». Los «mercaderes» en Toledo pertenecían a la clase dominante, por encima de artesanos e industriales. «>No era oficio manual, se les equiparaba a las profesiones liberales». Comerciaban simultáneamente en varios ramos -joyas, tejidos, libros, es- pecias, productos muy costosos- y respondían de la adquisi- ción, el transporte, los talleres artesanos de reconversión, al- macenaje, venta al por mayor y distribución. Total, los «merca- deres» ejercían simultáneamente de financieros y comercian-

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tes. A veces abrían además tienda al público en el barrio co- mercial de Zocodover. Con estas características no resulta ex- traño que los conversos tomaran el de mercader como uno de sus oficios predilectos, junto al de letrados, médicos y clé- rigos.

El mercader toledano don Juan Sánchez tenía asentada su familia en una «casa señorial de la colación (parroquia) de Santa Leocadia»: años más tarde la casa será comprada por el poeta Garcilaso de la Vega.

Juan Sánchez disponía en Toledo de un negocio floreciente, con dos secciones principales. Por una parte, comerciaba pa- ños y sedas, mercancías cuyo uso creció en la España de los Reyes Católicos imponiendo modas costosas hasta el punto de inquietar a la Reina doña Isabel. Por otra, manejaba un tin- glado típico entre conversos: la recaudación de impuestos pú- blicos, unos de carácter civil, otros de carácter eclesiástico. Esta segunda ocupación de don Juan, el arrendamiento de rentas, le dio una categoría social muy elevada, pues le faci- litó contactos amistosos con los obispos de Plasencia, Sala- manca, Toledo, Santiago y con dignatarios de la corte: De jo- ven hasta debió de incorporarse a la camarilla de Enrique IV, pues alguien recordaba a Juan Sánchez como «secretario del Rey». La relación personal de Juan Sánchez con los estamen- tos dominantes disimuló en Toledo su condición de converso, que invalidaba a una persona para ejercer legalmente el arren- damiento de tributos, reservado a los hidalgos. Ciertamente satisfecho y feliz, dueño de «sus casas e viñas», Sánchez fre- cuenta la buena sociedad toledana.

Don Juan está casado con doña Inés de Cepeda, pertene- ciente a una familia, también «conversa», oriunda de Tordesi- llas y establecida en Toledo: Donde los Cepeda produjeron un miembro relevante, el «muy ilustre y venerable señor» don Nuño Alvarez de Cepeda, clérigo de talento que ganó plaza de canónigo en la catedral de Sevilla. Y fue probablemente el canónigo pariente quien avisó a los Cepeda y a los Sánchez de Toledo la tormenta que les venía encima.

El Tribunal sevillano de la Inquisición no respetaba ni rey ni roque: cayó en tromba sobre el canónigo Nuño Alvarez de

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Cepeda, «converso» procedente de Toledo. ¿Quién planteó la denuncia; dónde se apoyaba una «sospecha» de «judaizar» taninconsciente, referida a un señor canónigo? Quizá el canónigo don Nuño, «culto lector de Virgilio y de otros clásicos latinos,aficionado a la medicina y al ajedrez», había lucido demasiado el linaje hebreo de su familia en términos parecidos al obispoburgalés don Alonso de Cartagena: ¿Podía sentirse avergonza- do un canónigo del parentesco racial con Jesús y los Após- toles?

Fuera lo que fuere, en los meses del invierno de 1480 el canónigo don Nuño puso pies en polvorosa con el tiempo justo de evitar la cárcel de la Inquisición: Vista su fuga, los inquisi- dores sevillanos entraron a saco en los bienes, abundantes, del canónigo. Don Nuño viajó a Roma, y el suyo fue uno de los testimonios alegados ante el Papa Sixto IV como prueba de los excesos cometidos por el recién estrenado Tribunal.

Triste primavera de 1485 para la familia Sánchez: La Inqui- sición asienta el Tribunal en Toledo. Por las cartas del canó- nigo don Nuño, los Cepeda y los Sánchez conocen la seriedad del peligro.

Aquel año de 1485, el abuelo de Santa Teresa don Juan Sánchez de Toledo andaría por los cuarenta y cinco de su edad. Doña Inés no sabemos. Tenían ya tres o cuatro niños: Cierta- mente el mayor, Hernando; Alonso, que será el padre de Santa Teresa, contaría por estas fechas de cinco a seis años.

No parece difícil imaginar el desbarajuste causado en Tole- do por Ja llegada de la Inquisición: La ciudad se encogió de temor; si el Tribunal actuaba a fondo podía «desencuadernar- la», descomponerla. Porque Toledo, anota Gómez-Menor, era una población «judeocristiana»: La clase dirigente la consti- tuían familias conversas, resultantes de la fusión de cristianos con judeoconversos; y la clase mercantil, completa. Los con- versos habían fundado conventos, sostenían hospitales; se con- taban a docenas entre frailes y hombres de letras toledanos. ¿Cuál iba a ser el tratamiento de la Inquisición a esta maravi- llosa ciudad?

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De entrada, el Tribunal estuvo amenazante. Promulgó el edicto «de gracia»: Las personas que hubieran apostatado o cometido algún delito contra la fe debían comparecer dentro de un corto plazo y confesar ante los inquisidores pidiendo reconciliación. Pasado el plazo, el Tribunal procedería con ri- gor. Divulgó además las normas que obligaban a delatar sos- pechosos, y el formulario de prácticas o ceremonias judaicas.

He reflexionado largamente preguntándome cómo es posi- ble que un tipo listo y «exitoso» como don Juan Sánchez, reci- bido amistosamente por la clerecía castellana, hubiera «judai- zado» regresando de su «conversión cristiana» a las prácticas de la religión hebraica. ¿Qué le ocurrió? No lo entiendo, ni creo que jamás el enigma se aclare por falta de documentos.

El 22 de junio de aquel 1485, Juan Sánchez de Toledo com- pareció voluntariamente ante el Tribunal, tenemos acta del Santo Oficio: «Dio, presentó e juró ante los señores inquisido- res que a la sazón eran, una confesión en que dijo e confesó haber hecho e cometido muchos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía contra nuestra santa fe católica».

Crímenes, delitos, herejía, apostasía… Si no se trata de una «fórmula» utilizada en el Tribunal oara cuantos acudan a so- licitar reconciliación, me quedo tieso ante la capacidad de hipocresía en aquel «amigo de obispos». Olfateo que esta incre- dulidad mía la compartieron sus conocidos, a quienes quizá él dio alguna explicación: Porque de hecho no le retiraron su amistad. Me gustaría penetrar las cavilaciones del astuto mer- cader toledano y oír los diálogos con su mujer las largas no- ches de aquel mes de junio. Si habían judaizado, el único ca- mino para librarse de la hoguera era la confesión. Si no ha- bían judaizado, ¿quién les garantizaba verse libres de cualquier denuncia, ellos, colocados en una cúspide binestante merece- dora de múltiples envidias?

El Tribunal aceptó su confesión, le perdonó, y le impuso penitencia: «Echaron al dicho Juan Sánchez de Toledo un sam- benitillo con sus cruces, e lo traía públicamente los viernes en la procesión de los reconciliados que andaban de penitencia siete viernes de iglesia en iglesia, e andava públicamente con otros reconciliados».

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Cayó a Juan Sánchez la pena mínima. El catálogo de penas menores ascendía del «sambenito» a la prisión, la flagelación, multas, confiscaciones. De las mayores, mejor no acordarse: prisión perpetua y auto de fe. El «sambenito», larga túnica generalmente amarilla con una cruz roja en el centro, exponía la procesión de penitentes a la mofa popular. Fue la pena mí- nima, pero hubo de significar recia humillación para el rico mercader toledano cumplir revestido del sambenito la visita a las iglesias siete viernes seguidos.

Con él fueron oficialmente reconciliados sus hijos, menos el mayor. No parece que a los niños les impusieran pena. Plan- tea un interrogante la mención explícita en los documentos de que el hijo mayor de Juan Sánchez no fue reconciliado. Algu- nos investigadores interpretan que Hernando permaneció fir- me en la religión judía: escapó de Toledo a Salamanca, donde cambió su nombre por el de Fernando de Santa Catalina; es- tudió leyes, casó, y murió en edad temprana. A su permanencia en la apostasía atribuyen el escaso trato de Hernando con sus hermanos: La historia del Sánchez Cepeda «no reconciliado habría ensombrecido el futuro familiar. Gómez-Menor sostiene por el contrario que Hernando «no se reconcilió» porque «no había apostatado». Quizá muchacho ya mayorcito se negó a entrar en el lote de culpas, reales o tácticas, reconocidas por su padre para evitar mayores males.

Lo que sí está claro es que Juan Sánchez no consintió que la afrenta inquisitorial le hundiera. Me pregunto si el «sam- benito» fue impuesto al gran número de conversos toledanos «importantes» decididos a librarse de amenazas de hoguera: con muchas personas notables de Toledo sometidas a igual penitencia, quedaría rebajada notablemente la ignominia.

El «Toledano» continuó gobernando brillantemente sus em- presas; y a sólo quince años de la reconciliación planteó, y obtuvo en Ciudad Real un pleito de hidalguía: Le costaría sus dineros, pero los hijos recuperaban la categoría de hidalgos; y, por tanto, «Con limpieza de sangre». Tenaz sujeto, el Juan Sánchez: la nieta tuvo a quién salir.

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De todos modos deseaba don Juan que andando el tiempo la sombra del «Sambenito» no entristeciera las alegrías de sus hijos y nietos; quiso evitarles todo peligro de rechazo en la vida social conquistada por él a fuerza de puños y cerebro.

La solución, cambiarlos de ciudad.

Planeó la mudanza sin prisas, no fuera a parecer una fuga. Además, él pensaba mantener abierta su caso de Toledo y resi- dir frecuentemente en ella. Pero los hijos decidió cobijarlos bajo otro cielo donde fueran, desde siempre, «distinguidos», ricos y «limpios de sangre».

Podía elegir. Contaba amigos y corresponsales por muchos pueblos y ciudades. En Salamanca, por ejemplo, donde residía el hijo mayor, Juan Sánchez era huésped habitual del arzobis- po don Alonso de Fonseca, titular de Santiago y residente en su casa solariega salmantina.

Le decidió probablemente a trasladar la familia el decreto de expulsión de los judíos firmado en Granada por los Reyes Católicos el 31 de marzo de 1492: Juan Sánchez teme algún coletazo contra los conversos, ya que el mismo texto del de- creto aduce como causa fundamental el proselitismo de los judíos ejercido sobre los conversos al cristianismo.

Los Reyes dieron tres meses de tiempo para bautizarse a los hebreos que escogieran permanecer en España: Los demás tenían que partir con mujeres, niños, criados, familiares, lle- vando bienes, pero ni oro ni plata. Hasta el cronista Bernál- dez, poco amigo de judíos, sintió lástima viéndoles trocar «Una casa por un asno y una viña por un poco de paño o lienzo». Desde las rayas de Francia y Portugal, y embarcados en puer- tos de Levante o Andalucía, abandonaron España ciento cin- cuenta mil hebreos. Caro Baroja calcula en doscientos cuaren- ta mil los que permanecieron bajo el ropaje de «Conversos».

Don Juan Sánchez sabe que hay conversos de todo pelaje, y prefiere evitar a su familia nuevas pesquisas de la Inquisi- ción.

Elige Avila.

En la campaña comercial de 1493, el mercader toledano encargó a un delegado y pariente suyo, Antonio de Villalba, montarle «una rica tienda de paños de sedas» en la calle Adria-

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no, de Avila. Sin duda en viajes anteriores don Juan había escogido personalmente el local y la casa donde aposentar a su gente. Abierto el comercio, don Juan trajo la mujer y los hijos: Sabemos que se llamaban Alonso, Pedro, Ruy, Elvira, Lorenzo, Francisco y Alvaro. El mayor, Hernando, vive ausente y «si- lencioso» en Salamanca. La prueba de la inquietud de don Juan por las consecuencias de la «reconciliación» religiosa está en que al hijo Alonso le ha cambiado el apellido. Cuando lo trae a su nueva residencia abulense aparece inscrito no como «Alonso Sánchez de Cepeda», sino con la extraña denominación «Alonso de Piña». La costumbre de los tiempos autoriza el cambio voluntario de apellidos, así favorece el disimulo de un nombre peligroso.

El mercader «Toledano» apenas para en su sede abulense, utiliza sus idas y venidas como medio para impresionar a los nuevos convecinos. Gasta maravedises a chorro en conseguir el esplendor social de sus hijos, que «lucían mucho sus perso- nas, con sus caballos muy buenos» y ellos «bien ataviados co- mo hombres muy de bien». «Tratan con hijos de muy buenos hidalgos e parientes de caballeros de los principales de la cibdad».

A finales de siglo el negocio de pañería sufrió un serio co- lapso. Doña Isabel, espantada por los lujos de la corte, dictó una pragmática prohibiendo «gastar trajes, pañizuelos y otras prendas de seda desordenadamente»; intervino la seda en rama y sometió a control aduanero la importación de telas. Don Juan Sánchez disminuyó sus negocios comerciales y au- mentó los arrendamientos de impuestos: La familia Cepeda vivía en Avila «muy limpiamente», sostenida con «buena fa- cienda» y considerados «hombres muy de bien».

Toledo quedaba lejos; y si alguna murmuración confiden- cial llegaba hasta Avila, no pasaba de merecer una sonrisa pícara: Don Juan va a casar su prole con excelentes partidos, y un hijo suyo canta misa. ¿Qué más podría apetecer el mer- cader toledano?

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Teresa de Jesús saltará por encima de los estatutos «de

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limpieza de sangre» a la hora de aceptar candidatas a sus con- ventos. Pero ella, mujer con sentido práctico, está siempre alerta para esquivar cualquier maniobra hostil a cuenta de su origen hebreo. La sociedad hispana fue sordamente dura con- tra los «marranos». A los Cepeda en Avila les protegía el estilo enérgico de don Juan el patriarca, dispuesto a quemar una fortuna con tal de insertar su descendencia en la trama cris- tiana «normal» de la ciudad. Pagarán todos los precios y utili- zarán todos los recursos: Abandonan el apellido Sánchez, ca- san con familias linajudas, embarcan a luchar en Indias. La inmensa mayoría de las personas que andando el tiempo se muevan en torno a Madre Teresa ignorarán el linaje hebreo de la Fundadora. Sin embargo, ella sigue vigilante. Un día su predilecto el padre Gracián le gasta una broma a cuenta de los nobles apellidos Ahumada y Cepeda; Madre Teresa res- pondió enojada:

-M e basta ser hija de la Iglesia católica; más me pesa haber cometido un solo pecado venial que si fuera descendien- te de viles y bajos villanos y «Confesos» de todo el mundo.

Teresa pensaría por dentro lo que Gracián ignoraba: Su biografía personal pudo haberse truncado con sólo llegar tar- de don Juan Sánchez de Toledo a «confesar» ante el Santo Tribunal…